martes, 28 de enero de 2014

La necesidad de cambiar de gafas ante las señales de insostenibilidad

La necesidad de cambiar de gafas

  
 Hasta hace bien poco, cuando se les preguntaba a las personas mayores de los países desarrollados si creían que sus hijos e hijas vivirían mejor que ellas, la gran mayoría respondía que sí. Desde hace poco, cuando se le pregunta a la gente no tan mayor si cree que sus hijos e hijas vivirán mejor que ellos casi nadie se atreve a decir que sí. Quizá porque empiezan a intuir los daños que la civilización está causando al planeta. A pesar de las constantes alabanzas a la tecnología y al progreso, realizadas sobre todo en los medios de comunicación, existe la sospecha, cada vez más extendida, de que no se puede continuar con este modelo de producción y consumo por mucho tiempo. Comienza a atisbarse la idea de que se están superando límites que nunca tendrían que haberse ignorado ni traspasado.

Las percepciones básicas sobre el deterioro de los ríos, los valles, los pozos, los suelos, las costas, el aire, los bosques, los animales, los ecosistemas, chocan con la celebración de la tecnología y el desarrollo, creando un sombra de inquietud en los países enriquecidos y un desgarro en los empobrecidos.

Las soluciones que se proponen suelen ser siempre las mismas: construir más infraestructuras, desarrollar tecnologías complejas, aumentar la producción, estimular el crecimiento... Con ello tal vez se podrán resolver, según se dice, algunos de los daños. El resultado, sin embargo, es que el deterioro ecológico crece a una velocidad cada vez mayor.

Quien ha tenido que caminar sobre el barro cada vez que llovía está encantado con el asfalto y verá siempre bien nuevas ampliaciones de la superficie asfaltada, porque hasta hace poco lo que sobraba era tierra. Quien ha tenido que acarrear a sus espaldas leña desde lejos todos los días, está encantado con su camión y verá con complicidad que haya cada vez más camiones acarreando objetos de acá para allá. Quien ha lavado pañales en un lavadero con temperaturas próximas a la congelación estará encantada con la caldera de gas, y no le parecerá mal que esté todo el día encendida.

Las mejoras vividas o percibidas han afianzado los esquemas (las gafas) con las que miramos la realidad. Si algo es bueno, pensamos, entonces más de lo mismo será mejor. Desde esta lógica es posible ver con buenos ojos la movilidad creciente, la producción creciente, el consumo creciente, el comercio internacional creciente, y por supuesto el crecimiento continuado.

Pero la Tierra no es creciente sino dinámicamente estable. Y ya ha enseñado sus límites. Las dificultades para extraer petróleo en las mismas cantidades que en el pasado, la fuerte reducción de la biodiversidad, el cambio climático generado por el ser humano, la contaminación de los océanos, la cementación y desertificación de una parte creciente del territorio son signos de los límites de la biosfera.



Lo que quizá era bueno en pequeñas cantidades puede no serlo si las cantidades son grandes. Casi nada sigue la regla del cuanto más mejor. Hay un momento en que el exceso de lo bueno se convierte en malo. En la naturaleza muy pocas funciones son lineales. Asfaltar un poco quizá sea bueno, pero asfaltar mucho se convierte en un problema. Moverse un poco está bien, pero moverse mucho está resultando letal para la supervivencia de los ecosistemas. Cortar leña es útil para calentarse, pero si se corta demasiada tal vez desaparezca el bosque del que se sacaba la leña. Hoy la movilidad, la extracción de materiales, el exceso de producción y buena parte de la agricultura industrial están incapacitando progresivamente a la biosfera para que pueda seguir dando cobijo al ser humano.

Lo que era bueno en un mundo abundante puede convertirse en malo en un mundo esquilmado y escaso. Lo que era insignificante o indiferente en un planeta sano puede ser muy perjudicial para un planeta enfermo. El cáncer es el crecimiento en exceso de determinadas células. Tal vez el llamado desarrollo sea un crecimiento en exceso.

Estamos presos de nuestra propia cultura, de nuestra manera de entender el mundo, de las categorías mentales con las que organizamos la percepción. Somos hijos e hijas de los supuestos que aprendimos heredados de la primera industrialización.

Al igual que el elefante adulto del circo permanece atado a un minúscula estaca porque aprendió de pequeño que no se podía mover, así permanecemos atados a las categorías culturales y mentales que aprendimos cuando la industrialización era pequeña en magnitud y todavía no era suficientemente destructora. Cuando una categoría cultural o esquema mental funciona tiende a reforzarse. Sin embargo una vez que se ha reforzado resulta muy difícil desprenderse de ella aunque en la práctica resulte incorrecta o contraproducente. Si se desprendiera de su mirada aprendida de pequeño el elefante podría darle una patada a la estaca. Nosotros y nosotras también.

Se denomina efecto borde al fenómeno que nos hace incapaces de ver un cambio sustancial debido a que se ha alcanzado mediante pequeños incrementos. La rana se muere incapaz de apreciar los cambios cuando se calienta poco a poco el caldero en el que se encuentra. Una persona entra en un concesionario de coches con la idea de comprarse un modelo que, aún con esfuerzo, se ajuste a sus ingresos económicos. El vendedor, conocedor de este efecto, le va proponiendo pequeñas mejoras (llantas, climatizador, tapicería, etc.) y cuando ya la tiene convencida le dice: “claro que por un poco más puede usted llevarse un modelo superior, que ya es un verdadero coche”. “Un pequeño esfuerzo más y tengo un verdadero coche”, piensa la persona compradora. Finalmente sale del concesionario un poco preocupada, pero satisfecha. Acaba de comprar algo que no había previsto y que sin embargo no podrá pagar o le mantendrá atado durante los próximos cinco años. “Por un poco más”. Los pequeños incrementos han impedido ver la modificación en términos absolutos. Es posible que tenga que vender el coche para comprar la gasolina.

Poco a poco, pero cada vez a mayor velocidad, se ha ido destruyendo la base biológica sobre la que poder vivir. La capacidad de carga de la Tierra ha sido traspasada, pues hemos pasado de vivir del interés a esquilmar el capital natural.





Los pequeños incrementos han hecho posible que cambios enormes pasaran casi desapercibidos. El efecto borde ha dificultado ver el balance global en muchas de las variables imprescindibles para la vida.

A menudo las categorías culturales y mentales alcanzan un campo de visión pequeño y nos impiden ver la totalidad. Cuentan de un borracho que buscaba desesperado las llaves perdidas alrededor de una farola. Un pareja que pasaba por allí le animó a que buscara más lejos, por ejemplo debajo de los coches aparcados o entre los contenedores y él contestó que no, pues allí no había bastante luz. En ocasiones las categorías culturales se quedan cortas. Sólo dejan ver la parte de la realidad que enfoca la farola. Se mira sólo en el campo que queda delimitado por la categoría. Por eso muchas personas piensan que las ciudades de la India son más sucias que las europeas. Simplemente contabilizan la suciedad que se ve. La basura generada en las urbes europeas, aunque es muy superior, se ve menos.

Mancha y contamina más lejos, más abajo o más arriba. Lo mismo pasa con la higiene compulsiva: mientras limpias tu cuerpo ensucias el planeta con productos químicos, pero esta segunda parte no queda iluminada por la farola. En buena medida esto le pasa a la economía convencional. Sólo permite ver aquello que es comercializado y contabilizado en dinero. Lo que cae fuera de sus cuentas son externalidades: la calidad del suelo, la diversidad biológica, el orden radiactivo, el afecto, la identidad de una comunidad, la vida de quienes tienen poca renta, la de las siguientes generaciones o el trabajo de muchas mujeres, no son aspectos iluminados por la luz de la economía. Y sin embargo desde este estrecho campo de visión, materializado en el PIB o en los indicadores de la bolsa, se elaboran las políticas y se toman las decisiones más importantes de los gobiernos y las empresas.


Muchas de estas categorías mentales operan como supuestos no discutibles. Configuran nuestra cultura sin ser puestas en tela de juicio. Parece fuera de toda duda que la historia siempre va de peor a mejor, que la gente común maneja cada vez más información, que el progreso tecnológico nos va a hacer vivir mejor, que es deseable aumentar la producción, que el desarrollo de los países ricos es bueno para todos los países, que el crecimiento económico nos hará tener menos dificultades. Muchos supuestos fueron instalados en la base de la cultura bastantes años atrás: “creced y multiplicaos”. Otros son más recientes: “lo más importante es la economía” o “el crecimiento económico es un bien”.

Muchas de estas categorías mentales permanecen en nuestros cerebros por inercia aún cuando estén desadaptadas, pero otras han sido y están siendo intencionalmente implantadas. Son funcionales al mantenimiento de los privilegios del poder. Son parte de la ideología dominante.

A estas alturas debería verse como un sinsentido que los gobiernos subvencionen a quienes cambian rápidamente de automóvil. Sin embargo a muchas personas les parece razonable que los fondos públicos se usen para apoyar a las empresas más grandes del planeta porque esto sirve, dicen, para mantener los puestos de trabajo. Las empresas más grandes del planeta sin embargo son las que proporcionalmente menos mano de obra acogen, por eso, entre otras cosas, son las más grandes. Puestos a subvencionar empleos, los fondos podrían destinarse por ejemplo a la recuperación de ecosistemas imprescindibles o la producción artesanal, más intensivas en mano de obra que las cadenas de montaje.

Del mismo modo carece de toda lógica que cada mañana se crucen en las carreteras camiones de galletas en recorridos opuestos de muchos kilómetros. Desde un punto de vista ecológico no tiene sentido realizar estos transportes de larga distancia para poder ingerir unos pocos hidratos de carbono venidos de lejos, en la cocina de tu casa. Un automóvil todo-terreno es una máquina que mueve 2.500 kilos para transportar 90. No parece el colmo de la eficiencia. Sin embargo todas éstas son cosas que se nos antojan normales.

No da igual aficionarse a correr en rallies que hacer puenting (tirarse desde un puente con una cuerda semielástica). Para la cultura normal son dos maneras de hacer deporte, dos hobbies, dos formas legítimas de entretenerse. Una cultura de la sostenibilidad, sin embargo, las ve de forma muy diferente. Si bien es cierto que ambas distraen y producen satisfacción poniendo el sistema nervioso al límite, la primera requiere una fuerte cantidad de energía, aísla los ecosistemas, ahuyenta a los animales –a algunos de forma definitiva– produce residuos y contaminación, sólo puede practicarse con una fuerte dependencia tecnológica, es incompatible con que otras personas realicen otras actividades... mientras que la segunda, el puenting, aprovecha una construcción que se ha realizado para otros fines, utiliza la energía del propio cuerpo, apenas contamina y es compatible con la vida de los ecosistemas. Un cambio de gafas hacia una cultura de la sostenibilidad permitiría ver la diferencia. Hoy este cambio cultural es ya una cuestión de supervivencia.

Siguiendo con los ejemplos de gafas con las que comprendemos el mundo, no es lo mismo hablar de producción que hablar de extracción. La economía que se estudia en las universidades y se difunde en los medios de comunicación confunde ambos conceptos. Por eso utiliza denominaciones tales como “países productores de petróleo” o “producción neta de minerales”, cuando en realidad debería decirse “países extractores de petróleo” o “extracción irreversible de minerales”. Extraer lleva a la categoría mental más genérica de restar, mientras que el concepto de producción lleva a la de sumar. Esta confusión es fatal para hacer las verdaderas cuentas del progreso. Una buena parte del progreso no es otra cosa que sustraer los recursos de sus depósitos y esquilmarlos para siempre.


  
El pensamiento único propone la economía como el eje central de percepción y valoración de la realidad y descarta aquello que no se traduce en beneficios monetarios, que para este reducido campo de visión son externalidades. Lo que la economía llama externalidades muchas veces son, desde el punto de vista de la cultura de la sostenibilidad, las cosas esenciales o centrales. El trabajo de reproducción de la naturaleza es marginal en la economía, excepto cuando se le puede sacar provecho comercial, sin embargo nos abre la posibilidad de seguir viviendo. El trabajo de muchas mujeres del planeta dedicado a la alimentación, crianza y cuidado de las personas, no se contabiliza, e incluso puede llegar a no considerarse trabajo o actividad. Los trabajadores asalariados, para la economía convencional, llegan a la puerta de la oficina sanos y alimentados como por arte de magia.

Los indicadores de la economía neoclásica no distinguen entre producción de cosas necesarias y producción de cosas superfluas y con frecuencia dan más valor a las que, además de innecesarias, son contraproducentes desde un punto de vista ecológico. Ir y volver en avión en el día, desde París o Barcelona, para comer con los amigos en Venecia, es valorado por la economía como un signo de buena vida. Sin embargo para una cultura de la sostenibilidad es un signo de muerte. Pero todavía no hemos incorporado las categorías esenciales necesarias para darnos cuenta de ello.




 


Primer capítulo de ‘Cambiar las gafas para mirar el mundo’. 
Yayo Herrero, Fernando Cembranos y Marta Pascual (Coords.). 
Colección Cartografías del vivir, nº1. Libros en acción.

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